dilluns, 17 de novembre del 2008

De Beren y Lúthien (III)

Se dice en la Balada de Leithian que Beren pasó por Doriath sin ser molestado, y llego al fin a la región de las Lagunas del Crepúsculo y los Marjales del Sirion; y dejando atrás la tierra de Thingol, trepó a las montañas sobre las Cataratas del Sirion, donde las aguas se precipitan bajo tierra con gran estrépito. Desde allí miró hacia el oeste, y a través de la niebla y las lluvias que bañaban esas colinas vio Talath Dirnen, la Planicie Guardada, que se extendía entre el Sirion y el Narog; y, más allá, divisó a lo lejos las altas tierras de Taur—en—Faroth que se levantan sobre Nargothrond. Y sin esperanza ni designio, volvió hacia allí sus pasos.

En toda aquella planicie, los Elfos de Nargothrond mantenían una vigilancia incesante; y en todas las colinas de los bordes había torres ocultas, y en todos los bosques y campos vecinos deambulaban en secreto arqueros de gran habilidad. Las flechas llegaban seguras a destino y eran mortales, y nada entraba allí furtivamente si ellos no lo deseaban. Por tanto, antes de que Beren hubiera avanzado mucho, supieron que andaba por el bosque, y que su muerte estaba próxima. Pero conociendo el peligro en que se encontraba, Beren llevaba siempre en alto el anillo de Felagund; y aunque no veía a nadie a causa de la cautela de los cazadores, se sentía vigilado y a menudo exclamaba en voz alta:
—Soy Beren hijo de Barahir, amigo de Felagund. ¡Llevadme al rey!


Las cataratas del Sirion

Así fue que los cazadores no lo mataron, y le salieron juntos al paso y le ordenaron que se detuviera. Pero al ver el anillo, se inclinaron ante él, aunque Beren pareciera un hombre salvaje y abandonado; y lo condujeron hacia el norte y hacia el oeste, avanzando de noche por temor de que alguien descubriera el camino que seguían. Porque por ese tiempo no había vado ni puente sobre el torrente del Narog ante las puertas de Nargothrond; pero más hacia el norte, donde el Ginglith se unía al Narog, el caudal disminuía, y cruzando por allí y volviéndose otra vez hacia el sur, los Elfos llevaron a Beren bajo la luz de la luna hacia los portones oscuros de unos recintos escondidos.


De ese modo Beren llegó ante el Rey Finrod Felagund; y Felagund supo quién era, pues no necesitaba el anillo para reconocer a la gente de Bëor y de Barahir. Se reunieron a puertas cerradas, y Beren habló de la muerte de Barahir, y de todo lo que le había ocurrido en Doriath; y lloró recordando a Lúthien y la alegría que habían sentido juntos. Pero Felagund escuchó la historia con asombro e inquietud; y supo que el juramento que había hecho era su propia sentencia de muerte, como mucho antes se lo había predicho a Galadriel. Le habló entonces a Beren con pesadumbre en el corazón.
—Es claro que Thingol desea tu muerte; pero parece que esta condena va más allá de sus designios, y que el Juramento de Fëanor obra de nuevo. Porque los Silmarils están malditos, por un juramento de odio; y quien los nombra con algún deseo despierta un gran poder del sopor en que están sumidos; y los hijos de Fëanor llevarían a todos los reinos de los Elfos a la ruina antes que consentir que algún otro gane o posea un Silmaril, porque los impulsa el Juramento. Y ahora Celegorm y Curufin habitan en mis estancias; y aunque yo, hijo de Finarfin, soy rey, ellos han ganado gran poder y rigen a muchos. Me han demostrado amistad en un apuro, pero me temo que no te mostrarían amor ni clemencia si tu cometido se supiera. No obstante, mi propio juramento se mantiene; y de ese modo todos estamos atrapados.


Entonces el Rey Felagund habló ante el pueblo recordando las hazañas de Barahir, y su voto: y declaró que pesaba sobre sus espaldas la obligación de ayudar al hijo de Barahir en esta necesidad, y buscó el apoyo de los capitanes. Entonces Celegorm se alzó de entre la multitud, y desenvainando la espada gritó:
—Sea amigo o enemigo, demonio de Morgoth, Elfo o hijo de los Hombres o cualquier otra criatura viviente de Arda, no habrá ley, ni amor, ni alianza del infierno, ni poder de los Valar, ni capacidad de hechicería que lo defienda del odio sempiterno de los hijos de Fëanor si toma o encuentra un Silmaril y lo guarda. Porque a los Silmarils sólo nosotros tenemos derecho hasta que termine el mundo.


Muchas otras palabras pronunció, tan poderosas como lo habían sido mucho antes en Tirion las palabras de su padre, que por primera vez inflamaron la rebelión de los Noldor. Y después de Celegorm, habló Curufin, con mayor gentileza, pero no con menor poder, conjurando en la mente de los Elfos una visión de guerra y la ruina de Nargothrond. Tan grande fue el miedo que puso en los corazones, que desde entonces y hasta el tiempo de Túrin, ningún Elfo de ese reino quiso ir a una batalla campal; sino que con cautela y emboscadas, con hechicería y dardos emponzoñados, persiguieron a todos los forasteros olvidando los vínculos de linaje. De este modo perdieron el valor y la libertad de los Elfos de antaño, y hubo oscuridad en aquellas tierras.

Y murmuraron entonces que el hijo de Finarfin no era un Vala como para darles órdenes, y apartaron de él los ojos. Pero la Maldición de Mandos cayó sobre los hermanos, y en ellos brotaron oscuros pensamientos, y pensaron enviar a Felagund solo a la muerte, y usurpar, si era posible, el trono de Nargothrond; porque eran del linaje más antiguo de los príncipes de los Noldor.
Y Felagund, viendo que lo abandonaban, se quitó de la cabeza la corona de plata de Nargothrond y la arrojó a los pies de los hermanos diciendo:
—Podéis romper vuestros juramentos de fidelidad pero yo he de cumplir con mi obligación. No obstante, si hay alguien sobre el que no ha caído aún la sombra de nuestra maldición, no me sería difícil encontrar al menos unos pocos seguidores, y no tendría que irme de aquí como un mendigo que ha sido echado de las puertas—.

Hubo diez que se mantuvieron a su lado; y el jefe de ellos, que se llamaba Edrahil, inclinándose, recogió la corona y preguntó si tenía que dársela a un senescal, en tanto Felagund no regresara.
—Porque vos seguís siendo mi rey y el de ellos —dijo—, no importa lo que ocurra.
Entonces Felagund dio la corona de Nargothrond a Orodreth, su hermano, para que gobernara en su lugar; y Celegorm y Curufin nada dijeron, pero sonrieron y abandonaron la estancia.


Nargothrond

Una tarde de otoño Felagund y Beren abandonaron Nargothrond con sus diez compañeros; y viajaron juntos a orillas del Narog hasta su fuente en las Cataratas de Ivrin. Bajo las Montañas de la Sombra descubrieron un campamento de Orcos y los mataron a todos por la noche; y se llevaron los pertrechos y las armas. Por las artes de Felagund cambiaron de forma y de rostro hasta que parecieron Orcos; y así disfrazados llegaron al camino del norte y se aventuraron por el paso hacia el oeste, entre Ered Wethrin y las tierras altas de Taur—nu—Fuin.

Pero Sauron los vio desde la torre, y dudó; porque iban de prisa y no se detuvieron a dar cuenta de sus actos, como estaban obligados a hacer los sirvientes de Morgoth que fueran por ese camino. Por tanto mandó detenerlos y conducirlos ante él.


De este modo se libró la contienda entre Sauron y Felagund que alcanzó tanto renombre. Porque Felagund lucho contra Sauron con cantos de poder, y el rey era muy poderoso; pero fue Sauron quien se impuso, como se dice en la Balada de Leithian
.

Entonces Sauron los despojó de los disfraces, y ellos aparecieron allí ante él desnudos y asustados. Pero aunque así se reveló lo que eran, no pudo descubrir Sauron cómo se llamaban ni qué se proponían. Los arrojó por tanto a un foso profundo, oscuro y silencioso, y los amenazó con una muerte atroz a menos que uno de ellos le confesara la verdad. De vez en cuando veían dos ojos que ardían en la negrura; y un licántropo devoró a uno de los compañeros; pero ninguno traicionó al Señor.